Con las fallas registradas ayer en instalaciones eléctricas del Centro Histórico de la ciudad de México –13 cortocircuitos, de los cuales dos derivaron en incendio y uno en explosión–, el número de averías en mufas de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) en la red de suministro eléctrico del primer cuadro de esta capital llegó a 128 en lo que va de 2011. Esa cifra se suma a las 178 fallas ocurridas en esa misma parte de la ciudad en el año pasado y da cuenta de un profundo deterioro en el abasto de energía eléctrica en una zona que, además de ser el corazón político del país, tiene una intensa actividad turística y comercial. Y es inevitable atribuir un punto de arranque preciso a esta circunstancia de catástrofe: la extinción, vía decreto presidencial, de Luz y Fuerza del Centro (LFC) en octubre de 2009, y su remplazo por la propia CFE.
En los meses posteriores a la desaparición de LFC, cuando se registraron las primeras explosiones en mufas del Centro Histórico, la administración federal insistió en responsabilizar por esos eventos a los ex trabajadores de Luz y Fuerza, y los acusó, sin prueba alguna, de haber incurrido en acciones de sabotaje. Ahora, sin embargo, no le ha quedado otro camino que admitir, por medio de la CFE, la razón evidente de esas fallas: la obsolescencia del cableado eléctrico del centro de la capital, como consecuencia del abandono de décadas a que fue sometido por las administraciones federales y del descuido con que ha venido operando, en los últimos dos años, el personal de la empresa que dirige Antonio Vivanco. En todo caso, lo que nadie, ni la propia CFE, puede negar, es que el inicio de sus operaciones en la capital del país y el área metropolitana ha configurado una circunstancia de riesgo, indeseable y permanente, para la urbe, sus autoridades y sus habitantes.
Por desgracia, la deficiencia con que opera la llamada empresa de clase mundial en la zona centro del país no es el único factor de agravio de esa compañía en contra la sociedad: a ello habrá que añadir las alzas desmedidas en las tarifas, que han sido denunciadas por usuarios de ese servicio en distintos puntos del país. Un ejemplo inmediato es lo ocurrido en Tabasco, donde más de 400 mil personas se mantienen en resistencia civil contra los altos cobros de la CFE, y acumulan adeudo que pasó de 2 mil 275 millones de pesos a 3 mil 800 millones entre diciembre de 2010 y el mismo mes de 2011. En otras partes del territorio, el aumento de las tarifas ha provocado movilizaciones, plantones y bloqueos de caminos, y ha abierto un frente adicional de inconformidad y encono en un contexto nacional ya sobrado de ellos.
Las alzas exorbitantes en las tarifas eléctricas son injustificables desde cualquier perspectiva: lo son, ciertamente, desde un punto de vista económico –en la medida en que esas alzas tienen un componente inflacionario y afectan a los bolsillos de la población–, pero también desde el punto de vista político e incluso desde el ético: en la percepción de muchos usuarios, el correlato de los cobros desmedidos es la corrupción que campea en las oficinas de la paraestatal, que ha quedado exhibida a raíz de la detención y posterior liberación del ex directivo de la CFE Néstor Moreno –hoy prófugo– y la captura de otros funcionarios, y cuyo costo parece estar siendo trasladado, en forma indebida, a la población.
El carácter estratégico de la industria eléctrica y la necesidad de que ese servicio público sea garantizado a la sociedad son dos de las razones que legitiman el control del Estado mexicano sobre ese sector. Si el gobierno federal ha decidido ejercer ese dominio exclusivamente por medio de la CFE, lo menos que cabría esperar es que esa empresa sea sometida a un proceso de depuración de largo alcance, que se garantice su capacidad operativa en la capital –para ello podrían echar mano de los más de 16 mil ex empleados de LFC que no se han liquidado– y en otros puntos del territorio, que se castiguen los malos manejos practicados al interior de sus oficinas, y que se evite que la población sea la que pague, mediante incrementos en los costos de la electricidad o mediante un servicio desastroso, los saldos de los mismos.
Fuente : La Jornada