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domingo, 28 de octubre de 2012
El desafío laboral y los primeros pecados políticos
Rolando Cordera Campos
Por un momento, la sociedad mexicana pudo asomarse a la realidad profunda que la define: una comunidad de trabajadores mal pagados y peor protegidos, donde la informalidad supera a la mayoría de los ocupados y muy pocos logran pagos iguales o superiores a los cinco salarios mínimos. En esta situación radica la pobreza masiva que nos marca y gravita la desigualdad que nos cruza como herida histórica.
La convocatoria a trazar un nuevo curso para el desarrollo nacional, que hacemos desde la UNAM un grupo de mexicanos preocupados con la crisis y su destructiva secuela, encuentra en esta documentación de la vergüenza laboral mexicana una de sus más fuertes argumentaciones. La economía adopta un sentido robusto si genera empleo digno; si no, es el momento de imaginar y reclamar un giro en la política y la estructura, que es lo que se hace en el documento referido, que será presentado ante la prensa mañana lunes en la Rectoría de la UNAM.
El tiempo de revelación referido sólo fue un momento, y no nos llevó a una epifanía redentora. Porque la imaginería individualista se impuso en familias, buenas conciencias y medios de comunicación, y para muchos observadores y analistas lo importante y hasta decisivo fue la flexibilización a ultranza de las relaciones laborales, el abaratamiento de la contratación y del despido y la introducción de obligaciones de transparencia y democracia electoral en los sindicatos.
Esto último no es menor ni debería soslayarse, pero en la actualidad no apunta al corazón del mundo laboral mexicano. Sin menoscabo de su importancia y pertinencia, debajo de la democracia y la rendición de cuentas hay panoramas inicuos que demandan un esfuerzo legislativo comprometido y ejemplar, que no hubo.
Es en la extrema heterogeneidad ocupacional y productiva y en los vastos territorios de abuso, explotación y muy bajas cuotas de productividad, donde debía haberse profundizado para tener una norma civilizatoria y justiciera, que asumiera la realidad inicua de concentración de riqueza y abandono que reina en el terreno laboral del país. México es ya, sin duda, una nación urbana y de trabajadores donde, sin embargo, los intereses que mandan no son los de ellos sino los de los patrones. Quienes, para variar, sólo se quejan y demandan más y más.
No fue esta circunstancia sociológica y económica, bien glosada el jueves pasado por Adolfo Sánchez Rebolledo en estas páginas y José Woldenberg en Reforma, la que inspiró a la mayoría legislativa. Tampoco parece haber conmovido al nuevo grupo gobernante, cuyos personeros, sin más, hicieron suya una iniciativa presentada de forma irreflexiva por el presidente que se va.
A juzgar por las maneras adoptadas por la mayoría y sus ocasionales aliados, el nuevo gobierno parecía dispuesto a probar sus armas de inmediato. Sin dar explicación satisfactoria alguna, ni dar cuenta de sus conocimientos políticos y económicos sobre lo que ocurre en el grotesco mercado laboral mexicano, el gobierno entrante hizo suya una inopinada iniciativa del presidente saliente y abrió hostilidades contra la izquierda alojada en el Congreso, los sindicatos que buscan ser independientes y los ciudadanos que reclaman del Estado una acción afirmativa dirigida a sanear el opaco mundo sindical mexicano, con algo de transparencia y la exigencia a los sindicatos de que sus dirigencias respeten los mínimos civilizados de cualquier democracia.
Ganen o pierdan los priístas en ésta su intrigante campaña inaugural, o la pongan a enfriar como sugiriera el diputado Beltrones el jueves, el juicio sobre sus primeros pasos en el terreno social, cuyo corazón está en el mundo laboral, no será favorable. De poco le servirán los elogios siempre sibilinos de la patronal y sus lugares comunes sobre la competitividad. Un gobierno que se estrena poniendo en entredicho los derechos de los trabajadores, cuya situación ignora olímpicamente, no puede reclamar acto seguido la aprobación de las bases sociales del país que, informales y no, aseguradas o no, son en su mayoría trabajadoras.
Darle un nuevo curso al desarrollo nacional es obligado. El argumento inicial para hacerlo radica precisamente en la indecente situación de sus trabajadores. No hay, aquí, petate del muerto con el cual asustar a nadie.
Sólo la realidad avasalladora de millones de trabajadores que apenas cubren los mínimos necesarios para un elemental bienestar y de otros millones dejados de la mano de Dios y del Estado, que renunció a sus compromisos históricos y dejó de ser un Estado nacional popular digno de tal nombre. La suerte de México y de su Estado se juega dramáticamente aquí, donde se inicia toda relación social que merezca ser cuidada y expandida, para formar una comunidad nacional de ciudadanos trabajadores, libres y orgullosos. Lo que no tenemos hoy, por más que se esfuercen los jilgueros y exegetas a la orden.
La Jornada