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sábado, 9 de febrero de 2013

SME: el mito de la fuerza mayor


Arturo Alcalde Justiniani
La reciente decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, mediante su segunda sala en el caso de Luz y Fuerza del Centro (LFC) no debe pasar como una resolución más que consolide la arbitrariedad con que se ha conducido el gobierno federal desde aquel 10 de octubre de 2009, cuando optó por hacer a un lado la ley y acudir a la vía del desalojo nocturno para dejar en la calle, sin negociación previa, a más de 44 mil trabajadores.

Debe importar y mucho, conocer las razones que tuvo nuestro máximo tribunal de justicia para emitir un criterio que no sólo afecta a los trabajadores electricistas, sino que crea un precedente negativo para el futuro de los trabajadores, especialmente aquellos que prestan sus servicios en otros organismos descentralizados del Estado.

Al revocar la decisión del segundo tribunal colegiado en materia de trabajo del primer circuito, la Corte sostuvo que se actualizó una causa de fuerza mayor que dio motivo a la terminación de las relaciones individuales y colectivas de trabajo, afirmando que dicha causa fue precisamente el decreto de extinción de LFC, emitido por Felipe Calderón el 11 de octubre de 2009. Por lo visto, ahora la fuerza mayor ya no es un factor externo e involuntario como se había entendido siempre. También deja de tener vigencia la ley laboral que señala que la fuerza mayor no debe ser imputable al patrón. Ahora el Ejecutivo federal se considerará patrón sólo cuando convenga.

El segundo tribunal colegiado había sostenido –con razón– que no se había actualizado una causa de fuerza mayor, en virtud de que en los propios considerandos del decreto de extinción se había señalado con toda claridad que el motivo era de carácter económico, por lo que, atendiendo a lo señalado en el artículo 434 de la Ley Federal del Trabajo, debió desahogarse otro tipo de procedimiento para definir la situación laboral. Este incluye el análisis previo de la autoridad y el cumplimiento de las reglas propias de un conflicto colectivo de naturaleza económica, esto es, a través de un dictamen que pudiera definir cuáles son los cambios que requiere el centro de trabajo.

Si el gobierno federal hubiera actuado con responsabilidad y apego a la ley, debió primero cumplir con los requisitos que se le imponían. Sin embargo, optó por ignorar la norma y prefirió el golpe espectacular, confiando en que los trabajadores aceptarían en el corto plazo sus liquidaciones, y con ello, obtendría un triunfo político para la administración calderonista por decidida y valiente. Otra finalidad de la que poco se habla se refiere a las enormes ganancias generadas mediante la participación de grandes empresas privadas, quienes en el caso de CFE, asumieron vía subcontratación el jugoso negocio que dejaba la entidad extinguida (LFC). Basta observar la degradación de las relaciones de trabajo y las gigantescas ganancias transferidas por la vía de la adjudicación directa a empresarios privados que realizan esas labores, especialmente en el centro del país. No hay ningún indicio serio de modernización en el sector, como lo argumentó el gobierno sino, por el contrario, una complacencia creciente a los vicios y corruptelas que envuelven hoy en día, a la Comisión Federal de Electricidad y a su sindicato. Ello demuestra que el discurso modernizador fue falso, como lo ha sido la privatización de la banca, de los ingenios azucareros, de las carreteras y de las aerolíneas.

Se ha sostenido, con razón, que la Corte incurrió también en una contradicción mayúscula con otra sentencia dictada por el pleno de la misma, al resolver el amparo planteado por el sindicato electricista respecto de la inconstitucionalidad del decreto de extinción. Este alto tribunal concluyó que éste no había tenido por efecto la disolución del vínculo laboral y que el tema de la sustitución patronal debía ser resuelto por la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje.

Por otro lado, resultó extraño que la Corte hubiese admitido la revisión de la sentencia dictada por el tribunal colegiado que había dado la razón a los trabajadores en una resolución impecable, fundada en la ley y en los criterios de la propia Corte. Era evidente que el máximo tribunal no debió admitir la revisión del caso, pues se trataba de un tema de estricta legalidad y no de interpretación constitucional. Fue necesario forzar tanto la argumentación que el presidente de la Corte, al admitir el recurso el 29 de octubre de 2012, alegó que la decisión de dicho tribunal colegiado se refirió a un contexto constitucional, al tenor del cual implícitamente se abordó la problemática relativa a la terminación de las relaciones colectivas e individuales de trabajo. Este criterio tan amplio, fundado en referencias de contexto y de implicaciones implícitas, contrasta con el sostenido por la propia Corte meses atrás, con motivo de la revisión solicitada por el sindicato nacional minero, a partir de que un tribunal colegiado, había decidido por mayoría avalar también por causas de fuerza mayor la terminación de la huelga, el contrato colectivo y las relaciones individuales de trabajo de la empresa minera Cananea. La Corte, en ese caso, no aceptó la revisión y las causas de fuerza mayor quedaron en ridículo días después, cuando esta empresa minera abrió sus puertas, con otro sindicato de corte cetemista y en condiciones de trabajo sensiblemente inferiores.

En el caso de los electricistas existe la hipótesis de que la Corte emitió su resolución fundándose en criterios pragmáticos, esto es, no tanto por razones de carácter legal o constitucional, sino por el costo financiero que hubiese significado reparar a los trabajadores el daño causado, es decir, pago de salarios, reinstalaciones, etcétera. No parece descabellada esta posibilidad. Cada vez es más frecuente que el gobierno pretenda convencer a los jueces de enmendar sus errores con el argumento de que se ocasionaría una afectación mayor para el erario. En otras palabras, solicitar que la Judicatura sacrifique su prestigio para legitimar los abusos gubernamentales. Si así fuera, cabe preguntarnos dónde quedó el estado de derecho y si no es demasiado alto el precio que se está pagando en el país por seguir postergando su fortalecimiento.

La Jornada