Javier Jiménez Espriú
Tuve la oportunidad de asistir a una reunión en las instalaciones de La Jornada en la que el secretario de Energía y sus colaboradores presentaron lo que consideran los beneficios de la iniciativa de reforma energética del presidente Peña Nieto, a un grupo de reporteros de la fuente y colaboradores de esta casa editorial, entre los que me encuentro.
Tengo la sensación de que no convencieron a nadie de las ventajas de la iniciativa; escucharon en cambio críticas importantes y fundadas y dejaron, y en esto me refiero aquí sólo a las mías, serias y preocupantes dudas. Tuvieron, sí, la sensibilidad política de no mencionar para nada al general Cárdenas, y menos que su objetivo de reforma constitucional era restaurar en todo lo que él había dejado plasmado en la Constitución, como pregona el Presidente.
Luego de una exposición del secretario sobre la iniciativa y su diagnóstico del sector, y particularmente sobre Pemex, intervinimos los asistentes. A pregunta expresa de mi parte sobre hasta cuánto de la renta petrolera estaba el gobierno dispuesto a ceder a las empresas que participaran en los contratos de utilidades compartidas, el secretario me contestó con un contundente: Nada, la renta petrolera no se comparte. Ante mi asombro, me expresó que la renta petrolera era la diferencia entre el precio en que se vende el producto y los costos en que se incurre, y que de ese remanente que es la renta petrolera no se les entregaría nada. Las utilidades a compartir están seguramente, según él, en los costos.
Sorprendido, le manifesté que hablábamos dos lenguajes distintos: la privatización para mí no es privatización para ellos, y las utilidades que piensan compartir, a diferencia de lo que yo pienso, para ellos no son renta petrolera. Con esa concepción, ahora entendía por qué hablaban de que no había privatización y que no se entregaba nada de la renta petrolera. Pero obviamente me quedaron muchas y preocupantes dudas sobre si quienes nos querían aclarar cosas tienen claro el asunto delicadísimo que está en sus manos y con el que están jugando con fuego.
Mi desconcierto creció más, aunque mis dudas se aclararon, al leer esta mañana, en el periódico Reforma (23/8/13) las siguientes declaraciones del secretario:
“Entre más complejo sea desarrollar un campo, mayores serán las utilidades de las empresas que lleguen a México –obviamente extranjeras, porque llegarán a México– a extraer crudo con los contratos de utilidad compartida”, lo que ya nos había dicho a nosotros, pero agregó algo que no dijo en nuestra reunión:
“Si el pozo produce más petróleo del que se tenía estimado… pagarán un bono por los rendimientos extraordinarios. Eso impide que el privado se lleve todo el rendimiento…., que no se lleve toda la utilidad porque hay un pago al Estado”. Yo fui el que se quedó casi privado al leer este despropósito. ¡Nos van a dar un bono!, ellos a nosotros, por el mayor éxito de nuestro yacimiento, que seguramente deberemos agradecerles amablemente. De lo aparecido, algo que no se pierda, sería el nuevo dicho petrolero.
Dijo también que a Pemex se le asignarán los campos menos complejos –y por lo tanto, agrego yo, con menos utilidades–, donde haya menos riesgo, para no meterle dinero bueno al malo. Eso se lo dejarán a las ingenuas empresas extranjeras, que vendrán, seguramente, tras la zanahoria de la utilidad compartida.
Y digo que mis dudas se aclararon porque ya no tengo ninguna de hacia dónde nos puede conducir la reforma petrolera de Peña Nieto. ¡Al despeñadero!
Expuse ante el secretario la tragedia de los contratos de utilidades compartidas en Venezuela, en Ecuador, en Bolivia, en Kazajstán en los que a cada nación le costaba, en beneficio de las empresas, 50, 70, 82 y casi 98 por ciento de la renta petrolera, respectivamente, a lo que me respondieron que esos contratos, especialmente el último, eran un espléndido ejemplo de contratos mal negociados. ¡Ellos seguramente los negociarán bien!
Todos expresamos, con argumentos difíciles de contrarrestar, nuestra posición en contra de la intención de modificar los artículos 27 y 28 de la Constitución, que quitan la condición de estratégicos a los hidrocarburos y entregan a la inversión privada el crecimiento de la industria y con gravísimas consecuencias para la nación, y creo que a ninguna de las muchas inquietudes expresadas por los presentes se dio una respuesta no ya que convenciera, sino simplemente que tranquilizara nuestras preocupaciones.
De la reunión recupero, sin embargo, dos asuntos positivos de gran importancia. El primero, que los funcionarios de la Secretaría de Energía escucharon opiniones serias que debieran tomar en cuenta –ese era, según nos manifestó el secretario, el motivo fundamental de la reunión–. Y el segundo, que expresó su convicción de que este tema obliga a un gran debate nacional. ¡Ojalá estos dos asuntos se cumplan a cabalidad!
La Jornada