Mientras el país sigue desangrándose por la terrible descomposición social que aceleró Felipe Calderón, la oligarquía sólo está preocupada por sus privilegios, sin percatarse de la magnitud de la crisis humanitaria que vive la nación, por la estrechez de miras que la caracteriza, al grado de que para sus miembros México no pasa del Paseo de la Reforma, las Lomas de Chapultepec y las pocas zonas más donde transcurren sus días placenteros.
Calderón, por su parte, ensimismado en su mezquindad, tampoco parece darse cuenta de los trágicos saldos que deja a los mexicanos y disfruta hasta la saciedad los últimos minutos de su mandato. Así se confirma que en poco tiempo dimos un vuelco de ciento ochenta grados para regresar a los tiempos del Porfiriato, cuando en 1910 el dictador gozaba de su gloria rodeado de serviles subalternos y agradecidos hacendados.
Cien años después de que Porfirio Díaz se vio obligado a dejar el poder y salir del país, Calderón sigue sus pasos, pero lamentablemente no porque un movimiento popular triunfante lo fuerce a ello, sino porque gozará de impunidad inmerecida y cobijado por su sucesor, quien llegará a Los Pinos no como un reformador progresista, como en su momento lo fue don Francisco I. Madero, sino como el continuador de las políticas reaccionarias y antidemocráticas del panista.
El que se va no tiene conciencia del drama que vive el pueblo de México luego de un sexenio marcado por la violencia y la injusticia social en toda su plenitud; y el que llega lo hará con la convicción de que su principal responsabilidad es garantizar que la estrategia neoliberal no sufra mellas, siga su curso iniciado hace tres décadas y se alcancen de una vez las metas trazadas desde el exterior: la entrega de Pemex a inversionistas privados, principalmente extranjeros, y el fortalecimiento de políticas públicas orientadas a depredar aún más a la nación.
Ambos demuestran un distanciamiento total de las necesidades de la sociedad mayoritaria, actitud que caracterizó los últimos años de la dictadura porfirista, que condujo finalmente a su líder a su derrota definitiva. Sin embargo, como todos sabemos, lograrlo fue muy costoso para el pueblo, lo que no parecen tomar en cuenta los actuales miembros de las elites empresarial y política, imbuidos como están en un triunfalismo absurdo, nacido de su absoluto distanciamiento de la realidad nacional.
Hace cien años México estaba sumido en una total descomposición social, mientras la aristocracia porfirista vivía embelesada privilegios absurdos debido al entorno circundante. En la actualidad sucede lo mismo, con una oligarquía ajena por completo a la realidad del país, creyendo que la nación se constriñe a lo que viven cotidianamente en los restaurantes de lujo que frecuentan, y en las oficinas donde despachan sus multimillonarios asuntos.
Pero a unos metros, ya no digamos kilómetros, suceden cosas que aterran, como secuestros, levantones, crímenes, etcétera, todo lo cual obedece a una dinámica surgida de los dramáticos desequilibrios sociales que caracterizan hoy a nuestro desventurado país, donde los derechos humanos y las garantías individuales son palabras extrañas que ni deberían figurar en nuestro léxico.
Como en el Porfiriato, los defensores de la justicia, de la ley, de la democracia, son los principales enemigos de quienes se benefician de un sistema corrupto y antidemocrático. En diversos estados, los muertos y perseguidos son aquellos ciudadanos interesados en defender causas justas, como en Guerrero, donde los defensores de los recursos naturales son asesinados impunemente.
El miércoles fue victimada la dirigente de la Organización Campesina Ecologista de la Sierra de Petatlán, Guerrero, Juventina Villa Mojica, como antes habían sido asesinados su esposo y dos hijos. En esa región, la lista de homicidios es muy larga, situación favorecida por la impunidad de que disfrutan los asesinos, talamontes y narcotraficantes sólo interesados en acrecentar sus beneficios, sin importar los daños terribles que ocasionan a los bosques y a la economía regional.
Lo más grave del caso es que tanto el gobernador Ángel Aguirre Rivero, como oficiales del Ejército, saben quienes son los autores intelectuales y materiales de las decenas de homicidios, pero no hacen nada para poner fin a una situación inaceptable. Cabe mencionar que Aguirre Rivero llegó a la gubernatura con el apoyo del PRD, hecho que lo obligaba, supuestamente, a proceder con un sentido social digno de elogio. Desgraciadamente, demostró que los compromisos verdaderos de un político sin convicciones ni principios se tienen con grupos de poder, como también fue el caso del gobernador de Chiapas, Juan Sabines.
Calderón se va (¡al fin!), pero deja una secuela de violencia y sangre que no se podrá borrar fácilmente, menos si quien lo habrá de suceder a partir de mañana sábado, llega a Los Pinos sin tener conciencia de la gravedad de la situación nacional, como lo demuestran los hechos.