Enrique Calderón Alzati
Es un hecho conocido y celebrado año con año que el 18 de marzo de 1938 el general Lázaro Cárdenas del Río, entonces presidente de México, expidió un decreto que quitaba los derechos de extracción, explotación y comercialización del petróleo existente en el subsuelo del territorio mexicano a las empresas extranjeras que venían realizando esas actividades.
Vale la pena recordar cuáles fueron las causas que motivaron esa histórica resolución, que hoy el gobierno pretende anular para regresar a un escenario similar al que existía entonces. Grosso modo, el proceso se inició luego de una huelga de los trabajadores mexicanos para exigir mejores salarios y mejores condiciones laborales, de acuerdo con los derechos establecidos por la Constitución de 1917, que las empresas extranjeras, sobre todo inglesas y estadunidenses, se negaban a otorgar, alegando que sus ingresos no les permitían cubrir tales cantidades y que las condiciones en las que laboraban sus trabajadores eran similares a las existentes en todo el mundo, ignorando así la discriminación que hacían al excluir a los mexicanos de los puestos de mando y pagando salarios significativamente menores que los asignados a estadunidenses e ingleses.
En relación con el primer punto, el gobierno de la República contaba con un estudio realizado por sus propios expertos, utilizando los precios conocidos del mercado mundial, lo cual indicaba que las contabilidades presentadas por las empresas eran totalmente falsas y que no sólo no pagaban de manera justa y adecuada a los trabajadores, sino que las cifras de ingresos que presentaban eran distintas a las abultadas utilidades que venían obteniendo, lo que implicaba un daño fiscal cometido contra el gobierno mexicano y, por ende, contra la nación.
El fallo de la Junta de Conciliación y Arbitraje resultó por ello favorable a los trabajadores, haciendo la huelga legal y procedente, urgiendo el gobierno a las empresas a llegar a un arreglo con los empleados a la brevedad, con objeto de no paralizar la industria mexicana ante la falta de combustibles, en virtud de los daños que todo ello significaba para la economía del país y para su estabilidad política, lo cual era desde luego irrelevante para ellas.
Por el contrario, las compañías petroleras vieron la posibilidad de obligar al gobierno a aceptar sus condiciones ante la debilidad de la incipiente economía mexicana, mientras la huelga ponía de manifiesto las injusticias que se cometían a diario con los trabajadores mexicanos, que de ninguna forma podían aspirar a puestos superiores, reservados de manera exclusiva a los extranjeros. Ello generó una situación de disgusto generalizado de la sociedad mexicana en su conjunto, el cual continuó por muchos años.
Luego de agotar todas las posibilidades de diálogo y de enfrentar una actitud de intransigencia y soberbia de los directivos de las empresas, que se sentían apoyados por sus gobiernos, el presidente de México se decidió a cortar el problema de fondo, en la medida que el tema de la energía estaba poniendo en riesgo la estabilidad social y la soberanía del país. No fue un paso sencillo, dado el entorno geopolítico y los conflictos internacionales del momento, los cuales derivarían unos meses después en la Segunda Guerra Mundial.
Fue así que Lázaro Cárdenas se decidió por la expropiación y nacionalización absoluta del petróleo y su explotación, medida histórica que se tradujo en un enorme progreso y desarrollo económico que el país habría de disfrutar durante las décadas siguientes, en las que pudo ser creado el Seguro Social, que habría de dar servicios médicos y sociales a la población de todo el país, edificar una ciudad universitaria, para la Universidad Nacional, ampliar los servicios educativos para todos los niños en edad escolar, construir las enormes centrales hidroeléctricas y las obras de infraestructura que el país requería, así como financiar el desarrollo de las industrias y empresas de servicio, mediante instituciones de crédito que hicieron posible que, 20 años después de la expropiación petrolera, México fuera señalado como el país líder de Latinoamérica y un ejemplo a seguir en la lucha contra el colonialismo.
Desde luego, no todo fue miel sobre hojuelas, pues tanto las empresas extranjeras como sus gobiernos desarrollaron un trabajo de cabildeo, utilizando los servicios de personajes influyentes en la política mexicana, con el propósito de recuperar lo que consideraban que les pertenecía, mientras los gobiernos que sucedieron al de Cárdenas cometían el grave error de corromper al sindicato petrolero para utilizar a los trabajadores como instrumento incondicional de políticas partidistas, ajenas a los intereses de la nación. Ambos factores comenzaron a dar fruto, a partir de que el gobierno de José López Portillo se convirtió de facto en un instrumento dócil a los intereses del gobierno estadunidense, para presionar a los países productores de petróleo con una guerra de precios que terminó por esfumar los sueños del mismo López Portillo y dejar a nuestro país con una enorme deuda externa, la cual dio lugar a la pérdida de soberanía y a la imposición del modelo neoliberal en el que seguimos inmersos.
Los gobiernos que le siguieron, comportándose más como gobiernos de ocupación impuestos desde el exterior que como gobiernos al servicio de la sociedad, se han dedicado a favorecer los intereses de empresas extranjeras (incluyendo los bancos) por sobre los intereses de la población, y a desmantelar la escasa capacidad de las empresas públicas que aún permanecen como tales, para dejar como única alternativa su privatización. Este ha sido el caso tanto de Petróleos Mexicanos como de la Comisión Federal de Electricidad, a las cuales se les ha impedido desarrollar la capacidad tecnológica y la infraestructura industrial que necesitan para ser competitivas, siguiendo para ello la estrategia aplicada a los Ferrocarriles Nacionales de México, cuya venta ningún beneficio aportó al país.
Regresar hoy Petróleos Mexicanos a compañías privadas, cuyo interés único es obtener las mayores ganancias posibles, tal como lo propone el gobierno actual, constituye un retroceso histórico que no debemos ni podemos permitir, aunque tampoco debemos aceptar que continúe operando en las condiciones actuales. Una reforma es no sólo necesaria sino urgente, pero la empresa no pasa por la privatización, sino que requiere un cambio de fondo en su línea y estructura de mando, para evitar el manejo discrecional de sus recursos y evitar que estos sean utilizados para financiar a empresas extranjeras y para beneficio personal de los directivos y altos funcionarios del gobierno, como ha venido sucediendo durante los últimos sexenios.
La Jornada